lunes, 30 de abril de 2012

Otro relato más

El título habla por si mismo. A continuación os dejo un relato que escribí hace un par de meses y que comparto ahora por simple y pura pereza. A ver qué os parece.



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ÚLTIMA OPORTUNIDAD



-Señor, ya ha llegado. ¿Le hago pasar?
-No, hazle esperar unos minutos y luego dale paso.
-Muy bien, señor. Sus deseos son órdenes, señor.

El Alcaide se acomodó en su confortable sillón y entrelazó los dedos sobre la mesa. Le gustaba crear una sensación de ansiedad en sus visitantes antes de tratar con ellos. Los hacía más dóciles.

Mientras esperaba a que pasaran los minutos, abrió el cajón superior de su escritorio, comprobando que el paquete que debía entregar siguiera allí. Y así era.

Como si pudiera salir él solito de aquí, pensó burlándose de sí mismo.

-Señor, el visitante lleva esperando más de diez minutos. ¿Le hago pasar ya? –preguntó la voz de su secretario desde el otro lado del interfono.
-Sí, que pase.
-Así se hará.

La puerta doble de madera maciza se abrió lentamente, de forma titubeante, y asomó por entre sus hojas una cabeza pequeña y morena cuyo rostro estaba pintado por el más absoluto terror.

-Si no cruzas el umbral no vamos a poder mantener nuestra reunión. ¿Te importaría pasar y sentarte? –invitó El Alcaide.
-Eh… S-sí, claro…

El joven de piel morena y cabello corto entró y cerró las puertas con sumo cuidado, tratando de no irritar a su anfitrión. Una vez juntadas las hojas, se quedó de espaldas al escritorio donde estaba sentado su interlocutor, reuniendo el poco valor que era capaz de encontrar en su interior. Acto seguido, se giró, avanzó unos pasos y se sentó pesadamente sobre la rígida silla que había frente al escritorio, la cual estaba perfectamente clavada al suelo.

-¿Es esto necesario? –preguntó el joven.
-Señor Beltrán, dudo que esa sea la pregunta que realmente quiere hacerme.

Beltrán lo miró con recelo y volvió a apartar la mirada para preguntar:

-¿Estoy muerto?
-Así es.
-¡Pero yo no debería estar en el Infierno!
-Creo que ha reunido méritos más que de sobra para que lo ubicásemos aquí, la verdad…
-¡El robo fue por necesidad! –insistió Beltrán desesperado.
-El robo fue necesario porque usted ya había cometido errores antes, y éstos lo propiciaron.
-Tenía que hacerlo…
-Explíquese –pidió El Alcaide con una sonrisa de lo más siniestra.

Beltrán volvió a apartar la mirada antes de responder:

-Mi hermana está enferma y necesitaba dinero para poder pagar el médico.
-Para eso existe la seguridad social, ¿no? –contraatacó El Alcaide con sarcasmo.
-Sí, pero nadie se atrevía a operar su tumor, así que tuve que recurrir a la medicina privada. Pero las facturas estaban siendo imposibles de pagar y tuve que pedir ayuda.
-Y ese fue tu segundo error: recurrir a la mafia.
-Sí, fue un error, pero necesitaba su dinero.
-Sigo sin entender cómo terminaste en un camión blindado y corriendo a ciento veinte kilómetros por hora por el parque de El Retiro…
-Como pago por su préstamo, los mafiosos me obligaron a robar un furgón lleno de dinero. Ellos debían entretener al conductor y al guardia mientras que yo me llevaba el furgón –Beltrán hizo una pausa-. Pero al arrancar el motor me llevé por delante una farola y casi atropello a varios niños. En pocos minutos tenía encima a varios coches patrulla.
-Eso sigue sin explicar cómo te las ingeniaste para empotrar un furgón blindado de varias toneladas contra el pedestal de la estatua del Ángel Caído, reduciendo en un cincuenta por ciento la cantidad de efigies mías sobre la tierra. ¿Te importaría explicarme eso? –La voz de El Alcaide fue subiendo conforme las palabras salían de su boca, al igual que Beltrán se encogía de terror con cada sílaba pronunciada.
-Si le sirve de consuelo, la estatua no le hacía honor a su belleza real, señor Satán…

El Alcaide desvió instintivamente su mirada hacia un espejo de cuerpo completo que se encontraba tras Beltrán, junto a la puerta de su despacho. En él se veía su reflejo, un hombre de casi metro ochenta con una media melena castaña que le enmarcaba sus bellas facciones, un impresionante traje de chaqueta íntegramente negro a excepción de la corbata carmesí. Su furia se redujo levemente, de forma casi imperceptible, pero fue lo suficiente para no aplastar al aterrorizado joven que tenía frente a su escritorio.

-Si vas a utilizar alguno de los nombres que me habéis puesto los humanos, mejor que sea Lucifer. Me pega más.
-Por supuesto, señor Lucifer –respondió Beltrán, forzándose por no echar a correr hacia la puerta-. ¿Y cual es su verdadero nombre, si no le importa decírmelo?
-Si te lo dijera tendría que matarte. Y del lugar a donde te mandaría sí que no ibas a poder volver.
-¿Eso significa que puedo volver? –preguntó Beltrán atónito.
-Existen dos formas de volver a la superficie. La primera es la más común, y es pasar aquí una cantidad de tiempo equivalente a los pecados cometidos. Al fin y al cabo, este lugar es una cárcel, y con el Alcaide más poderoso de la historia de la humanidad.
-¿Y cuánto tiempo tardaría en volver a ver a mi hermana?
-Tardarías ciento dos años en volver arriba, pero no conservarías tu aspecto, sino que volverías a nacer, y sería en el seno de una familia aleatoria.
-¿Y el otro método? –preguntó con recelo.
-El otro método es el motivo por el que te he hecho llamar.

El Alcaide se levantó de su sillón y se dirigió al enorme ventanal que había en un extremo del enorme despacho y el cual estaba tapado por una gruesa y opaca cortina. La descorrió de un tirón y abrió las puertas que daban a un amplio balcón. Tras salir al exterior llamó a su nuevo huésped:

-Venga aquí, señor Beltrán.

El joven obedeció y se levantó inmediatamente, como impulsado por un resorte. En unas pocas zancadas recorrió el espacio que lo separaba de su anfitrión y pudo ver por primera vez el aspecto del infierno que se encontraba bajo el planeta. Una interminable explanada yerma se extendía alrededor del edificio de El Alcaide, y, diseminadas por doquier, había enormes cúpulas de tierra que no permitían ver su interior. Absolutamente desorientado, Beltrán miró a su interlocutor en busca de una respuesta.

-¿Desconcertado? ¿Esperabas fuego y criaturas grotescas?
-Habría sido demasiado… Grotesco… Pero aún así no imaginaba esto.

Tras una larga pausa, el joven volvió a hablar:

-¿Qué hay dentro?
-Celdas. Cada cincuenta años se crea una nueva cúpula donde van a parar todas las personas que son enviadas al Infierno a lo largo de cinco décadas, fecha en la que se crea una nueva cúpula. Las más pequeñas son las que más tiempo tienen, mientras que las grandes son las más nuevas. La verdad es que es increíble al ritmo al que os reproducís…
-¿Y yo voy a ir a parar a una de esas?
-Confío en que no, la verdad –respondió El Alcaide-. ¿Qué sabes sobre apuestas divinas?
-Que tienen algo que ver con deidades.
-Hay que ver lo que se te suelta la lengua cuando te da el aire fresco…

Beltrán miró a su alrededor, tratando de ver a lo que se refería con ‘’aire fresco’’, pues hacía más calor del que jamás había soportado.

-Te daré una clase de historia que seguro que tus profesores no se encargaron de proporcionarte. Hace tanto tiempo que ya no soy capaz de contarlo, el ser al que llamáis Dios y yo compartíamos la tarea de establecer un mundo donde un sinfín de criaturas pudieran vivir en perfecta estabilidad y harmonía. Y eso fue posible durante millones de años, hasta que una de las muchas especies de primates comenzó a evolucionar, dando lugar a una raza nueva y con capacidad para planear, superar situaciones que se escapaban a su poderío físico e incluso de acabar con criaturas mucho mayores que ellas mismas.
-Homo sapiens…
-Veo que eres más inteligente de lo que me has parecido en el momento en que atravesabas mi estatua como un kamikaze…
-Sabía que teníais un total dominio sobre el Infierno, pero no tenía ni idea de que también dominaseis el sarcasmo… -susurró Beltrán, creyendo que no se le había oído.

El Alcaide le lanzó una mirada fulminante.

-Una falta de respeto más como esa y te lanzo de cabeza a tu celda.
-Muy bien, muy bien. Ya me callo.
-Como iba diciendo, esas criaturas fascinantes comenzaron a desarrollarse más allá de las capacidades físicas y comenzaron a tramar y a crear. Y no tardamos en darnos cuenta de que esa capacidad los estaba volviendo excepcionalmente cínicos. Más allá del afecto que demostraban los unos por los otros, lo que realmente veíamos era un sadismo fuera de lugar: mataban animales sin tener hambre, disfrutaban del sufrimiento ajeno y llegaron al punto de matarse los unos a los otros sin motivo alguno. Te mentiría si te dijese que mantuvimos la calma. Dios estaba desesperado, veía como una sola especie en decadente evolución comenzaba a hacerse con el control de todo lugar donde posase su vista, destruyendo así nuestro idílico mundo.
-¿Ahora viene la parte de la gran inundación?
-No deberías creer todo lo que se te dice –lo reprimió El Alcaide-. Una vez visto que el mundo iba camino de convertirse en un caos, me aproveché de la insuperable competitividad de Dios para hacerle una apuesta. Le dije que separásemos nuestro reino en dos, un lugar paradisíaco donde llevar a aquellos que muriesen habiendo sido personas de provecho, sin haber cometido ningún delito grave en toda su vida, para compensarles por su rectitud, y un lugar de castigo y reclusión donde encarcelar a los que, por el contrario, cometiesen crímenes contra sus semejantes o contra el mundo que les creamos.
-¿Y dónde encaja en esa apuesta el hecho de liberar a los presos?
-Digamos que mi objetivo no era ganar, sino dar a los humanos la oportunidad de decidir su destino, y tras ver como mis cárceles se llenaban con una rapidez pasmosa, decidí darle la posibilidad a esos humanos de volver y hacerlo bien, aunque de poco ha servido, porque casi todos han vuelto.

Beltrán miró pensativo al abismo que se extendía bajo el balcón.

-Pero hay algo que no me cuadra. ¿Cuándo se finalizaría la apuesta? ¿Y cual es el premio?
-Finalizará cuando uno de los dos consiga reunir a un billón de humanos en su respectivo plano. Y el premio… bueno, yo no lo llamaría tal cosa.
-¿Y es…?
-Si el paraíso de Dios consigue albergar a un billón de humanos, la tierra se salva. Si el Infierno se llenase con un billón de humanos, subiré a la tierra y barreré todo atisbo de vida del planeta, comenzándolo todo desde cero.
-¿Qué? –gritó Beltrán.
-Todos los humanos que en ese momento permanecieran incorruptibles, entrarían en el paraíso de Dios, pero en cambio, los que permaneciesen en el Infierno o hubiesen mancillado su alma irían directos a la Nada.
-Eso no suena nada bien…
-Es comprensible, la Nada significa la no-existencia. Es el último paso que todo humano debe seguir.
-Pero todos los animales y plantas perecerían… -lo recriminó Beltrán.
-No de forma permanente. Renacerían a las pocas horas reconvertidos en otra especie dentro de su misma familia animal o vegetal.

Beltrán calló durante largo rato y, al final, se dirigió a El Alcaide.

-¿Cuánto queda para llenar el Infierno?
-Eres muy perspicaz… Sí señor, muy perspicaz…
-Sigo esperando una respuesta…
-Cien humanos.
-¿Qué? –volvió a gritar el joven.
-Y ahí es donde entras tú. Te he elegido para que subas de nuevo y entregues un mensaje de mi parte. Quedan dos días para que un grupo de setecientos humanos renazcan en la tierra, otorgando una pequeña oportunidad de redención, pero si en las próximas cuarenta y ocho horas mueren cien personas, el planeta estará acabado.
-¡Pero es que nadie me va a creer! ¿Cómo iba alguien a tragarse que Dios y el Diablo existen y que si no son buenos la tierra lo pagará?
-Te dije que me llamaras Lucifer –dijo El Alcaide con el entrecejo fruncido.
-Lo siento –respondió Beltrán con la voz crispada.

Acto seguido, su anfitrión giró sobre sus talones y volvió a entrar en el enorme despacho, dirigiéndose a su escritorio, donde se sentó nuevamente. Con un gesto invitó al joven a que lo imitara.

-Por favor, siéntate -insistió.
-Creo que estoy bien de pie –dijo receloso.
-Te ordeno que te sientes –respondió su interlocutor con voz profunda.

Y Beltrán acató su orden. Una vez se dejó caer sobre la incómoda silla, El Alcaide se inclinó hacia un lado y extendió su brazo hasta alcanzar el cajón más bajo de su escritorio, el cual abrió, extrayendo su contenido y dejándolo sobre la mesa.

-¿Eso es…?
-Una lámina de diamante. En su superficie he escrito las palabras ‘’Beltrán cuenta la verdad. Firmado, Lucifer’’. Lo he escrito en los cinco idiomas más utilizados en el mundo: mandarín, español, inglés, árabe y bengalí. Así cualquiera podrá leerlo.
-Cualquiera podría haberlo hecho. Lo tomarán como una falsificación.
-Tan solo en el centro de la tierra existen diamantes de ese tamaño, y tan solo yo puedo tallar en el diamante dejando rastros de azufre fusionados con el diamante, detalle que los científicos humanos serán capaces de identificar con facilidad.
-¡Pero es que no me van a creer!
-Ese es tu problema, no el mío. Eres tú quien debe encargarse de evitar que yo gane la apuesta.
-¿Pero por qué?
-Porque, tras tantísimos años de competitividad, si no tuviera este pequeño incentivo, no me quedaría nada. No quiero ganar esa apuesta. Al menos por ahora.
-No, quiero decir que por qué me has elegido a mí –gritó Beltrán con los ojos fuera de sus órbitas-. ¿Por qué has dejado el futuro de más de un billón de personas en mis manos?

El Alcaide se recostó sobre el respaldo de su sillón, entornando los ojos unos instantes mientras alzaba la vista al techo, pensativo. Tras unos cuantos segundos de cavilación, bajó la mirada hasta cruzarla con la de Beltrán, y dijo:

-Porque has destruido mi estatua.



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Confío en que os haya gustado. Tanto si es así como si no, dejad un comentario, que tan solo os llevará unos segundos. Jajaja.